Para llegar hasta San José de Choluteca, al sur de Honduras, hay que cruzar un puente largo y de un solo carril sobre el Río Grande, un río cuyo nombre conjura la visión de un inmenso cuerpo de agua que avanza. Y no cabe duda de que cuando los colonizadores decidieron nombrarlo como «grande» la descripción era precisa. Hoy, siglos más tarde, apenas un mes después de la temporada de lluvias, la corriente se escabulle como puede entre charcos de poca profundidad e isletas trufadas de piedras entre las que brota el verde.   

Hernán Ortiz, alcalde de San José, explica la situación con claridad y pesimismo. «Estamos empezando el verano y el río ya está agotado», dice. No siempre fue así. El alcalde, de 46 años, recuerda que cuando joven, el río bajaba lleno todos los meses del año. «Era un río con caudal impresionante».

Durante la última década, el caudal del Río Grande se ha reducido drásticamente debido al cambio climático. Jeff Ernst

Como muchos otros ríos del Corredor Seco centroamericano, hogar de más de 10 millones de personas, este río que durante siglos dio vida languidece hoy entre piedras y arena seca y se ha convertido hoy en síntoma del fenómeno que termina con él: Del cambio climático. Aquí no hay escépticos ni escuelas de pensamiento batiéndose en duelo. No hay necesidad alguna de leer el ultimo informe apocalíptico de los meteorólogos más importantes del mundo. Aquí, el Cambio Climático no es una teoría distante. Es un hecho. Afecta la vida diaria de muchos de sus habitantes, los que se quedan, que pelean para adaptarse a la realidad que les toca vivir.

Reynaldo Funez tiene 56 años y nunca ha dejado la aldea Macuelizo, que yace colgada sobre una ladera que termina en el cauce del Río Grande. Por más que las cataratas le nublen los ojos, la claridad con la que ve la situación es tan evidente como las palabras que pronuncia, con las que describe su vida y la de su comunidad. «Antes éramos pobres, pero ahora vinimos a ser miserables». Así lo siente. Al igual que el alcalde, percibe el cambio en el ecosistema del que vive a golpe de mera observación. «El clima cuando yo era niño, aquí era helado. Había otra esperanza de vida, otra esperanza de vivir en el lugar por ver aquella gran cantidad de agua que había», explica.

A lo largo de los últimos años, la sequía y un patrón meteorológico inusual han alterado el territorio al tiempo que provocaban la disminución y pérdida de cosechas. «Antes los inviernos eran de cuatro meses, ahora ni son de dos», añade Funez. Los campesinos de la zona solían contar con lluvia suficiente para recoger dos cosechas al año. Primera y postrera las llamaban. Sabían cuando caería agua y cuando dejaría de hacerlo. Hoy, calcular cuando llegarán las precipitaciones se ha convertido en una especie de juego de adivinación que afrontan con una guillotina imaginaria sobre la cabeza. «De primera no hubo cosecha», dijo Funez, haciendo recuento del año pasado «Ahorita de postrera todo se estaba dando normal, pero paró de llover en el apogeo de la cosecha. No nos quedó de otra que sentirnos satisfechos con lo poco que logramos salvar».

Reynaldo Fúnez se mantiene optimista a pesar de las perdidas continuas de cosechas debido al cambio climático. Jeff Ernst

Los campesinos de San José calculan que en la postrera lograron una cosecha de alrededor del 15 % y enumeran una lista de productos —tomates, cebollas, ajo, arroz, camote, caña— que ya no plantan debido a lo breve de la temporada de lluvias. Otros cultivos, y señalan el maicillo, un cereal del que se sirven para alimentar al ganado, fueron abandonados hace tiempo debido a las plagas que se extienden debido a la sequía. En consecuencia, ven como se limita su dieta. Como se esfuma su seguridad alimentaria.

«Anteriormente había otra dieta alimentaria porque cada agricultor tenía una vaquita, un cerdo, una gallina», recuerda Funez, cuya figura, delgada, chupada, seca, ilustra a la perfección las dificultades que atraviesa. «Había pasto para ellos, pero ahora ni hay pasto». La percepción va a acompañada de realidad. El Centro de Salud de San José ha detectado un aumento en el número de niños que sufren problemas en su desarrollo. Que sufren de malnutrición. «Cuando me vine había pocos niños desnutridos», cuenta Elvia Zúñiga, una enfermera que lleva 12 años trabajando aquí. Ahora, añade, casi el 70 % de los niños que llegan hasta el Centro de Salud lo hacen malnutridos. Los casos de mujeres embarazadas y anémicas o de bebés que nacen por debajo del peso recomendado se han disparado.

Un contexto de precipitaciones tan cambiantes e inesperadas ha provocado incluso la desaparición de algunas plantas endémicas. Y con ellas, de parte de la actividad económica que sostenía al campesino fuera de la tierra. Para incrementar sus ingresos, los campesinos solían tejer sombreros y productos artesanos con una planta similar a la hierba llamada tule que crece en zonas pantanosas. Cuando se secaron, con ellas desaparecieron esos ingresos, como disminuían las cosechas, como aumentaba el hambre. El Corredor Seco ha sido desde siempre una de las regiones más pobres de Honduras y la dura realidad a la que tienen que hacer frente está provocando un aumento en la cantidad de personas que deciden migrar no visto antes.

El flujo multitudinario de la caravana procede firme hasta San Pedro Tapanatepec en la caravana de migrantes hondureños de octubre 2018. Simone Dalmasso

«Todos los que estamos acá tenemos hijos que han migrado por la gran dificultad que ha habido por el cambio climático», aporta Funez. Dos de sus hijos han migrado al igual que lo ha hecho un sinnúmero de jóvenes que ya no ven futuro en los lugares que los vieron nacer.

Llegan a Tegucigalpa o San Pedro Sula antes de intentar el salto grande, el que les permite soñar con Estados Unidos o España. Los datos de la autoridad fronteriza de Estados Unidos muestran un aumento de personas detenidas provenientes del Corredor Seco. Muchos, incapaces de reunir el dinero suficiente para pagar a un coyote, y sin nada que perder, decidieron sumarse en 2018 a la caravana migrante que viajó desde Centroamérica a través de México. Otros, de más edad, que ya no pueden o no quieren abandonar lo que hayan conseguido gracias al sudor y la sangre de años de trabajo migran esporádicamente a otros lugares sin salir de Honduras y regresan a casa. Intentan así suplir las pérdidas en sus cosechas cortando caña o recogiendo café.

Funez lo detalla con tristeza. «Los hijos se migran y cuando no hay alimentación, también nosotros tenemos que migrar por un tiempo». Siente que están «a la deriva para donde nos quiera llevar el viento». 

Tres mazorcas de maíz cuelgan de una cabuya en la cocina de un hogar en una casa de Opatoro, La Paz, el 8 de agosto de 2020. Martín Cálix/Contracorriente

El Cambio Climático plantea un reto de dimensiones inabarcables para quienes practican agricultura de subsistencia. Causado por factores que no pueden controlar y en un puñado de países, no solo en Honduras sino a lo largo de toda América Central, que apenas contribuyen al incremento de la temperatura global, sufren una suerte de invasión. Una que deben combatir sin armas, a mano descubierta, lomo doblado y sin formación ni apenas suministros. Pero esta gente sabe luchar. No pierde la esperanza. Saben que, si alguien les proporcionara las armas y formación necesaria, ganarían esta batalla, se adaptarían a la nueva realidad, como han hecho durante siglos.

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Siguiendo el cauce del río desde San José se llega a los alrededores de Pespire. Allí, Apolonio Ortiz, tocado por un sombrero vaquero que añade elegancia a su porte de 50 años, dirige a un grupo de campesinos que avanza por entre el maíz en busca de la mazorca perfecta. Habla suave. Es reservado y didáctico. Los tallos, amarillentos y secos, explica a sus acompañantes, están en su punto. Ha llegado el momento de la cosecha. Mientras los inspeccionan se fija en los restos de cosechas previas que cubren el suelo y los señala. Se refiere sobre todo a la seda, esos filamentos que cuelgan de la mazorca, un material orgánico que muchos campesinos antes consideraban inservible. Se arrodilla y cava. Levanta un puñado de tierra negra. «Mire, puro suelo», dice como si su puño encerrara oro. «Cuando uno quema, todo esto se lo lleva el agua y esto sirve para protección: todo esto que cubre ahora se queda y va haciendo la tierra mejor». Al dejarla en el suelo, explica, no sólo lo protege de los rayos del sol y permite que se retenga la humedad. Lo protege de la erosión y a medida que se descompone, lo revitaliza. En el pasado, Ortiz limpiaba los campos con incendios controlados. Ya no lo hace. Además del daño a la tierra, el humo de esos incendios se habría sumado algo a las emisiones de gases de efecto invernadero que impulsan el Cambio Climático.

Cuando encuentra la mazorca perfecta, le quita la seda y la cáscara, exponiendo con orgullo los granos blancos que molerá una vez secos. De ellos saldrá la harina para las tortillas de su familia. Con esta cosecha, Ortiz se está superando. «De aquí saco para comer un año y vendo una parte», dice orgulloso. Calcula que logrará diez quintales. Cinco alimentarán a su familia y venderá los otros cinco por unos 20 dólares cada uno. «Esta cosecha está normal. Pongámosle 80 % de lo habitual», evalúa casi satisfecho.

Apolonio Ortiz muestra con orgullo el maíz que ha logrado cosechar gracias a medidas de adaptación al cambio climático. Jeff Ernst

Para llegar hasta aquí, Ortiz y el resto de campesinos ha pasado por un proceso de prueba y error que los llevó a experimentar con ocho variedades de maíz. No estuvieron solos. La Asociación de Desarrollo Pespirense (Adepes), con fondos de la cooperación internacional, es la responsable de guiarlos a lo largo del proceso de adaptación. Plantaron sus ocho ensayos en el mismo lote. Y de las pruebas eligieron las dos variedades —tuza morada y capulín r-3— que mostraron mayor resistencia a la sequía y crecieron a más velocidad. Después pasaron a un proceso de selección de semillas llamado fitomejoramiento participativo. A medida que crece cada cosecha, los campesinos atan una cuerda sobre los tallos que germinan primero. De ese modo marcan aquellos que acabarán convertidos en semillas en lugar de destinarse al consumo. El objetivo es mejorar la calidad de las semillas que utilizan.

«Para hacer los cambios uno tiene que estar informado», explica Ortiz. «Las instituciones nos han ido enseñando el porqué de la situación y lo que debemos hacer». Está convencido de que sin esa guía, tanto él como sus vecinos estarían sufriendo las mismas cosechas miserables que sus vecinos de San José. Pero incluso con esa guía, han sufrido. Hace cuatro años que la primera se pierde entera. Y que la postrera se queda en el 50 %. Al contrario de lo que sucede a los campesinos de Macuelizo, San José, que forman en fila ante un pozo para llevar el agua a sus casas, los de Pespire tienen agua corriente. Algunos han podido permitirse instalar sistemas de riego por goteo en huertos pequeños para complementar sus dietas. Pero sus campos de cultivo no están cerca del núcleo habitado. Dependen del agua de lluvia para regar. Así que la cuestión de cuando lloverá o, con la misma importancia, cuando no lloverá, no deja de colgar sobre sus preocupaciones. Tanto que citan con mayor facilidad los días que ha caído el agua que los cumpleaños de sus familias.

«Al cambio climático uno tiene que irse acomodando», dice Ortiz con claridad, sentado sobre un banco rodeado de aperos de labranza junto a la puerta de su casa. «Hasta escribir qué días llovió para ver al otro año como llueve y así ir agarrando nuevas fechas de siembra porque ya no son como era antes».

Josué León muestra la claridad del agua que se ha recogido a través de unos canalones instalados en un techo. Jeff Ernst

Pese a los pronósticos respecto al continuo aumento de la temperatura y la llegada de tiempos en los que la lluvia caiga en menor cantidad y más espaciada en el tiempo, nada puede vencer al optimismo de Ortiz. Con cierta filosofía, contextualiza a su manera. «Si el individuo anda cambiando también», dice, tratando de explicar que los jóvenes de hoy ya tratan al medioambiente mejor que sus mayores y evitan cometer los errores pasados que nos han llevado a la situación actual. «La agricultura siempre tendrá que existir. ¿Como vamos a decir que ya no se va a poder? Desaparecería el ser humano».

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El reto que asumen todos los campesinos del Corredor Seco es el agua —cómo adaptarse a tener menos y cómo conservar más. Cuando llega.

A unos 30 kilómetros de Tegucigalpa está la Escuela Panamericana de agricultura El Zamorano. Considerada una de las mejores de América Latina y próxima al Corredor Seco, la adaptación al Cambio Climático se ha convertido en uno de sus temas de estudio. Josué León, ingeniero en ciencias forestales y profesor de gestión del agua en El Zamorano no duda antes de lanzar una propuesta un tanto disruptiva. «Hay que cambiar, hay que romper paradigmas, ya no se puede seguir sembrando como antes».

Las dos consecuencias del cambio climático que se sienten antes en la región son las variaciones en cuanto a lluvia y el aumento de la temperatura, explica. «Los extremos son los que han sido más agudos: menos lluvia en los periodos que no teníamos y en los periodos húmedos más lluvia», añade León, que suma así su ciencia al relato de la experiencia de los campesinos de San José y Pespire.

Como niño, Alexi Ortiz, 34, se bañaba en la quebrada que pasa por su terreno, pero ahora se ha reducido a charcos de poca profundidad. Jeff Ernst

Pese a las prolongadas sequías, la cantidad total de lluvia en el Corredor Seco ha disminuido mínimamente. Las proyecciones a largo plazo apuntan a que lloverá la misma cantidad pero en menos días. Para algunas zonas, se predice que podrían llegar a registrarse hasta 195 días sin lluvia durante el verano. El aumento de la temperatura hará que los problemas derivados de una menor cantidad de agua no hagan más que aumentar. «Al aumentar el periodo seco también pierdes más agua por evaporación», explica León. «Se pierde más agua y también la gente consume más agua».

Para enfrentar la crisis, El Zamorano ha creado un laboratorio especializado, La Finca Agroecológica, donde científicos de diversas disciplinas experimentan desde un enfoque integrado que incluye la introducción de semillas nuevas y mejoradas con mayor capacidad de resistencia y que en algunos casos ya se encuentran disponibles en el mercado. Pero como muestra el caso de los campesinos de Pespire, esa opción no está exenta de problemas. «Hasta ahora no hemos producido ninguna semilla que no haga fotosíntesis», explica León con cierta ironía. «Sería la única que no ocupe [necesite] agua. Entonces el agua siempre va a ser necesaria. Tal vez en menores cantidades». Señala que la clave del problema radica en capturar y almacenar el agua de lluvia —aguas verdes— para luego usarla de manera más eficiente. «Para mí, la sequía en Honduras, no es una sequía física, no es que no llueve, es económica», agrega el profesor e investigador. «Porque si nosotros almacenáramos toda el agua que cae de mayo a junio y la usamos en la canícula, y después almacenáramos la de agosto o septiembre y octubre y noviembre, tendríamos agua suficiente».

La orografía montañosa de Honduras, de la que no escapa el Corredor Seco, podría convertirse en una posibilidad. «Sí fuéramos un país llano, tuviéramos problemas, pero tenemos valles y tenemos montañas», apunta antes de añadir que no hace falta ser ingeniero para reconocer los canales naturales que el paso del tiempo ha labrado en las laderas. Para optimizar los recursos, El Zamorano está ayudando a desarrollar un sistema de análisis geográfico que permitiría identificar las mejores localizaciones para almacenar reservas de agua.

Un depósito de agua es el centro del sistema de producción agrícola Mandala, rodeado por círculos concéntricos de vegetales. Jeff Ernst

Esas reservas podrían ser a gran escala —con capacidad de abastecer durante meses a una comunidad entera— o del tamaño necesario para una parcela pequeña. Podrían cerrarse con arcilla, plásticos o directamente sobre la montaña, en función de los diversos lugares. Al ubicar esas reservas sobre la tierra, no haría falta más energía que la propia de la fuerza de la gravedad. Y sobre, todo, recalca León, un proyecto de esas características permitiría apostar por la educación en la gestión eficiente de los recursos, tan necesaria. «La puedes tener almacenada, y dices “Guau, tengo un reservorio lleno”, pero no tenemos cultura, entonces conectamos la tubería y abrimos». Él [agricultor] no sabe cuántos litros de agua hay que ponerle a su mata de maíz. No deja de regar hasta que mire que hay charcos. No es así».

En la Finca Agroecológica se están poniendo en práctica varios intentos y métodos para la captura, almacenamiento y uso eficiente del agua. El objetivo es que los campesinos puedan observar con sus propios ojos el funcionamiento y la diferencia de resultados.

En una casa han instalado canalones que recogen el agua de lluvia y la transportan hasta un depósito cubierto por una membrana eficiente que pareciera la sábana de una cama de agua desde donde se elige si destinarla a consumo privado o al riego. De una fosa séptica diseñada para su eficiencia ecológica y con un coste muy ajustado nace un plátano. El suelo que rodea la casa se abona con la seda del maíz y recibe agua por goteo. A una distancia prudencial hay más depósitos de agua, pequeños, de plástico, rodeados por círculos concéntricos de vegetales. Prueban un sistema de producción familiar a pequeña escala llamado Mandala e importado de la India.  

Un niño espera a su madre durante la entrega de alimentos en su comunidad. Curarén, Francisco Morazán. el 27 de agosto de 2020. Martín Cálix/Contracorriente

Para los campesinos de zonas montañosas, la fuerza de la gravedad aportará más oportunidades. Podrán crear zanjas de filtración en los terrenos que tengan alguna inclinación. «Con esta zanja evitas que cuando llueve el agua te arruine el suelo», explica León. Pero no sólo combate la erosión. Esa agua capturada en zanjas puede llegar directamente a las raíces de las plantas, ahorrándose el filtrado desde la superficie y aumentar así su eficiencia.  

Muchos ven el precio como el mayor obstáculo a la hora de encontrar soluciones al problema del agua. Nadie duda de que los campesinos del Corredor Seco necesitarán ayuda externa, tanto del gobierno de su país como de la comunidad internacional para salir adelante. Pero León no duda a la hora de valorar que el coste será mucho mayor de no llegar la ayuda.

«La sostenibilidad es algo que pueden heredar las generaciones futuras», desea Francisco Robles, ingeniero agrónomo y también profesor en El Zamorano. «Si la aplicamos con los productores, siguen produciendo, no tendrán que irse en una caravana a los Estados Unidos».

El Banco Mundial estima que el Cambio Climático desplazará a 140 millones de personas dentro de sus propios países de aquí al 2050. La mayoría dejarán el campo por las ciudades, lugares que ya no están necesariamente equipados para asumir un gran aumento de la demanda de servicios. Tegucigalpa, por ejemplo, ya sufre de un racionamiento sistemático de agua. Por mencionar uno. Que los habitantes del Corredor Seco puedan quedarse en sus casas o tengan que abandonarlas dependerá, en gran medida, de encontrar y poner en marcha un sistema de gestión del agua que permita paliar las sequías.

«Si me preguntan, me muero diciendo agua», concluye León, optimista nato pese a lo monumental del reto al que se enfrenta.