Panamá es un Canal.

Sí, es un país chico entre dos océanos —amaneces en uno, atardeces en el otro— con rascacielos, puertos, puentes, bancos, barcos; historias de piratas, espías, narcos; una zona franca, sociedades offshore, más abogados que médicos; árboles cuadrados, ranas doradas, bosques tropicales; cuatro millones de personas, 19 lenguas, pocos millonarios, y el dólar; 117 años de república —tras la separación de Colombia— y 20 de soberanía —tras la separación de Estados Unidos que, por construir el Canal, se quedó un siglo con él.

Panamá son 500 ríos, 52 cuencas, muchísimas lluvias; pero todo bajo, con, para, por y atado a un Canal: El Canal.

El Canal es un puente de agua que une el Atlántico con el Pacífico, enlaza 144 rutas marítimas de los cinco continentes, factura tres mil millones de dólares por año y terminó de anudar la manera de ser del país: logística, negocios y servicios; el hub de las Américas.

Una nave de carga empieza su recorrido por el canal de Panamá, en una foto de enero 2012. Román Dibulet

El Canal: una obra de ingeniería descomunal y perfecta que mueve barcos gracias al agua.

Mucha agua: 10 mil millones de litros por día, diez veces más de lo que consumen los panameños. Para garantizarla, una ley delineó un área de 3,000 kilómetros cuadrados con ríos y embalses en los que plantaron represas y estaciones de control llamada la Cuenca del Canal, una zona protegida por la constitución en la que también hay seis parques nacionales.

El más simbólico es el Camino de Cruces. Conocido por ser parte de la ruta histórica que unía la ciudad de Panamá con el Caribe antes de que existiera El Canal, hoy condensa la abundancia del trópico, con árboles que cubren hasta el cielo y un cerro en cuya loma hay una comunidad llamada Kuna Nega.

En abril de 2020, con un virus extremo en modo caza al que sólo podemos matar lavándonos las manos, en Kuna Nega no hay agua.

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Kuna Nega subsiste en uno de los bordes de Panamá, justo donde la ciudad parece caerse en algo muy distinto de la postal de edificios espejados con calles aturdidas de carros de lujo para convertirse en un hueco de polvo, sudor y mugre. Un miércoles de marzo, aquí aún no hay contagios de coronavirus pero en poco tiempo los habrá. En el rincón más roto del barrio, después de un basurero grande como una montaña, después de un caminito de tierra con casuchas de chapa atadas a postes con alambres y después de un declive abrupto y escarpado, hay una raya de agua atestada de pañales, botellas de plástico, cáscaras de alguna cosa, que es un brazo de algún río podrido. Aquí, sentada en una piedra, Maierelia lava.

Una vivienda en Kuna Nega. Algunas familias construyen sus casas en las orillas del río Mocambo, al cual bajan para lavar sus ropas. Román Dibulet

—No queda de otra, qué se puede hacer...

Maierelia es una mujer de la etnia guna de 32 años que llegó aquí hace cuatro con su marido y cinco hijos porque ya no podían pagar el cuartito que alquilaban en una barriada urbana. De la noche a la mañana levantaron una casa con restos de madera y zinc —una salita, una piecita— y desde entonces pasa sus días dedicada a la familia, a cocinar, a lavar. Son las nueve de la mañana pero hay un silencio de siesta y el calor es de mediodía. Maierelia toma una camisa del tarro de la ropa sucia, la sumerge, la embadurna con jabón. La suya es una de esas historias comunes por estos lados: a los diez la abuela la sacó de Guna Yala —una comunidad indígena con trescientas islas de infarto sobre el Caribe—, la trajo a la ciudad, no fue a la escuela porque no había con qué y a los dieciséis se casó con el hombre cuya camisa enjuaga.

—A veces el agua llega en la noche y madrugo pa’ juntar porque se va rápido. Anteayer subió, yo me desperté y agarré. Anoche ya no llegó.

Mientras refriega, Maierelia advierte que segurito ya no vendrá.

—A veces llega, a veces no llega.

Lo moradores en Kuna Nega deben acumular agua en recipientes para sus necesidades básicas. Román Dibulet

Cuando el agua llega con suerte una o dos veces por semana, llega débil, así que Maierelia se apura a juntarla en baldes para cocinar antes de que se apague. Cuando no, junta la de la lluvia o busca en la entrada del barrio, donde suele haber. Ahora que es verano llueve poco y llega poco, así que para lavarse las manos ella y sus hijos tienen que venir a este río, y vienen, y después, se llenan de ronchas —en las manos, en los pies. El río está a nada del cerro infecto que es Patacón, el vertedero de la ciudad, contaminado.

—Mis hijos andan con granitos, yo ya tengo miedo de bañarnos aquí.

Callada, Maierelia aúpa el cubo de plástico cargado de trapos, camina balanceándose entre las rocas y empina la pendiente pedregosa de vuelta a su casa a colgarlo todo. Desde aquí, la vista alcanza un cable pendiendo por encima de las chozas, dos perros, tres árboles, seis palmeras. Si lo miras desde arriba, Kuna Nega es una panza prendida a una carretera, separada de El Canal por la mancha verde que es el parque nacional Camino de Cruces.

El río Mocambo vierte sus aguas al Canal de Panamá, atraviesa gran parte de la comunidad de Kuna Nega y es contaminado por la mal disposición de la basura de los pobladores. Román Dibulet

—¿El Canal? Nunca he ido, no lo conozco.

Maierelia lo dice en el frente de su casa, la ropa colgada a un lado, y una voz sin una gota de enojo o de protesta, como si ya hubiera dejado evaporar hasta el último de los anhelos —leer, estudiar, tomar agua—, replegada en un hueco a pasitos de El Canal.

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Para llegar a El Canal, si partes del centro de la ciudad de Panamá, hay que tomar una avenida de nombre emblemático —Omar Torrijos—, dejar atrás los edificios de cristales y columnas de estilo gótico, atrás un estadio y una iglesia evangélica; bordear vecindarios de monoblocks desconchados y zambullirse por la senda hacia los barrios de su zona: La Zona. En 20 minutos, la vista troca del caos de la esquizofrenia arquitectónica a un aire tranquilo y elegante: la prolijidad de las casas con arcos de ladrillo y rejas forjadas sobre aceras bien delineadas y con el césped bien cortado.

El colorido de la ropa en los tendederos. Parecieran los adornos que le dan alegría a la miseria en Kuna Nega. Román Dibulet

En el centro de visitantes están las esclusas de Miraflores, una de las cinco que lo componen. No son más que acequias de hormigón con compuertas y ruedas y poleas de hierro, pero cuando pasa un barco aparece la grandeza de la obra. A simple vista, la mecánica es sencilla: una ruta de agua con escalones que suben para alzar cada buque de un lado y bajarlo en el otro. Si el barco entra por el Caribe, escalará tres postas por una de las esclusas —los escalones se llenan de agua— hasta llegar a la pista —un lago artificial llamado Gatún— por donde avanzará. Como la pista —80 kilómetros— está 26 metros sobre el mar, necesitará pasar por dos esclusas más —tres escalones se vacían— para descender en el Pacífico. En diez horas transita de un lado a otro gracias a ese juego de la tecnología y a la desmesura de 52 millones de galones de agua dulce: 75 piscinas olímpicas.

El Canal chupa el agua de su propia cuenca: tres mil kilómetros cuadrados con ocho ríos principales, tres embalses montados, 58 estaciones hidrometeorológicas, tres represas. Hubo un tiempo en el que esta no era un área protegida y sólo había un río, el Chagres, y un embalse artificial, el lago Gatún, pero una sequía en el año 1920 y los constantes desmanes del Chagres hicieron notar la necesidad de más capacidad de regular los cauces y de almacenamiento: sumaron una represa, más afluentes y, con eso, otro lago. En 1997 la cuenca quedó resguardada por ley y con rango constitucional. Ahora, una división especial llamada Unidad de Hidrología Operativa estudia, vigila y pronostica al milímetro cosas como volúmenes de escorrentía, el nivel de ríos, lagos y mareas, isoyetas, temperatura del mar y del aire, sedimentos suspendidos, velocidad y dirección del viento, lluvias, radiación solar total y presión barométrica. Esa Unidad es una de las tantas dentro de la Autoridad del Canal (ACP) —el organismo que comanda, custodia y opera El Canal— que controla los humores del agua, para que nunca falte ni desborde inundándolo todo.

Después del baño matutino, una mujer indígena comienza su faena diaria de lavar ropa y su pequeña hija imita los pasos de su madre en este oficio casero. Román Dibulet

Toda esa maquinaria posibilita esto: alrededor de 40 buques cruzando por día de un lado a otro, la producción de la energía eléctrica que El Canal usa para su propia operación y la generación, además, de casi 400 millones de litros de agua por día que, con tres plantas potabilizadoras, la ACP airea, filtra, flocula y desinfecta. Ese es el agua potable que El Canal vende al Estado y que el Estado reparte en las ciudades de Panamá y Colón, los puntos que conectan el paso interoceánico y donde ahora, en plena pandemia mundial, en algunos lugares no sale agua del grifo.

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Es un jueves de febrero pero en el centro de Colón es igual a cualquier día. A menos de una hora de Panamá, la ciudad es la entrada caribeña de El Canal y la capital de una provincia poderosa: nueve puertos, la única zona libre, el 20 % de la riqueza del país. Es, también, una referencia en la geografía de la pobreza: paredes desconchadas, aguas negras y el olor, un olor a litros de orines estancados bajo el sol del trópico. Parada frente a un edificio a punto de caerse, una mujer rotunda de 28 años llamada Estefany carga un balde de la fuente pública.

El tránsito nocturno de un buque de carga por el canal. Mayo 2016. Román Dibulet

—Aquí buscando pa' cocinar, porque arriba no llega el agua.

Está en calle 3, una de las 16 de trazado perfecto que es el centro de la ciudad que supo ser la más orgullosa, rica y distinguida del país, un milagro operado por el puente de agua: de tres mil habitantes en 1900 a 31,000 en 1920.

—A mis niños los baño aquí también, pero más temprano pa’ que vayan a la escuela.

Estefany —morena, cabello afro sujeto en un rodete— cuenta que a esa hora, las seis de la mañana, hay fila porque los niños son varios, y se despide apurada, caminando debajo de un cielo atravesado por un triperío de cables, para subir a su casa. Más allá, un hombre de nombre curioso se frota el pecho con jabón, el agua chorreando de un grifo descacharrado.

Gran cantidad de las personas que viven en Kuna Nega se dedican a reciclar materiales que obtienen exponiendo sus vidas en el vertedero de basura de Cerro Patacón. Román Dibulet

—Aquí tenemos los dos elementos principales pa’ la vida: el agua, que es la mejor del mundo, y la franja canalera, por la que corre toda la moneda del mundo.

Vampílofo Palomo —70 años, una toalla atada en la cintura, el torso terso de marinero desnudo— nació aquí pero quiere volver a la tierra de su padre, que llegó como mano de obra barata a construir El Canal desde un país de África llamado Gabón. Toma la playera que colgó en la pared para ponérsela.

—Aquí no debería haber pobres, pero ya ves.

Esta ciudad fue la primera del país, junto a Panamá, con agua potable. Hoy es un terreno devastado donde casi todo lo que existía, ya no existe —«esto es lo que era la estación de policía», contó alguien en la calle 11 y 12; «aquí estaba el Colegio Abel Bravo», dijo otro frente a un monumento nacional que es refugio de alimañas e indigentes; «esta era una ciudad de oro», dijo Vampílofo Palomo—. Antes aquí había desagües —ahora no—, edificios de lujo —ahora no—, hoteles exclusivos, bares de jazz y agua corriente en las casas —no, no y no.

Es común ver a los niños de la comunidad de Kuna Nega bañándose en las aguas contaminadas del río Mocambo. Román Dibulet

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Porque es obvio, conviene recordarlo: el agua es tan necesaria como el aire pero no está disponible para todos. En el mundo hay poca de la que podemos tomar —la dulce, sólo el 2,5 % de los 525 millones de kilómetros cúbicos—, cada vez hay menos y siempre la necesitaremos igual —hola, perogrullo: sin agua nos morimos.

Es un problema grave que a nadie parece importarle lo suficiente. Los pronósticos son de apocalipsis hasta para las organizaciones más conservadoras: el Banco Mundial calculó que para 2050 su disponibilidad se reducirá en dos tercios. Las temperaturas aumentan —el agua se evapora y bajan los niveles de los lagos: eso que los expertos nombran como efectos del cambio climático—, el consumo crece tanto como la población, el desarrollo económico o la contaminación, y el agua dulce se escurre. La que hay, no logra repartirse bien: de siete mil millones de personas, 2100 viven sin agua potable o sistemas de saneamiento según la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Tres de cada 10 personas sin eso para tomar, bañarse, cocinar, lavar, regar, baldear. Entonces van a ríos, a veces podridos como el de Kuna Nega, caminando entre las canaletas siempre podridas con restos de lo que acaban de soltar en las letrinas y donde anidan las larvas de los mosquitos del dengue o el chikungunya. Eso causa estragos: fiebre tifoidea, meningitis, hepatitis o cólera; diarrea, parásitos y, más leve pero igual de incómodo, sarpullidos. El agua —su falta, su podredumbre— enferma y mata.

La falta del suministro de  agua dificulta el aseo en muchas de las casas del sector de Kuna Nega, donde se acumulan los utensilios de cocina. Román Dibulet

En Panamá hay mucha. Es el país con el mayor promedio de lluvias de Centroamérica y la disponibilidad por habitante más alta de la región, con casi 35 millones de litros por persona por año. La cobertura también parecería suficiente si se la comparase con los países vecinos. Según datos del último censo, el 92.5 % de la población dispone de agua potable por medio de acueducto público o comunitario o particular, y vehículos cisternas. Pero esa medición de disponibilidad obvia el acceso real, pierde de vista la cantidad de viviendas sin conexión a los acueductos, el agua derrochada en la distribución, la cisterna vacía o el pozo comunitario inaccesible, por lejano o contaminado. Muchos no acceden: en las comarcas indígenas, la mitad de la gente; en la provincia de Panamá, el 33.7 % de las casas no están unidas a un acueducto; en Colón, el 90, también según el último censo. La mayoría de quienes sí acceden, no acceden todo el tiempo. Incluso en las ciudades que chupan directo la fuente de El Canal.

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El Canal partió el país por el centro mismo: una zanja de 78 kilómetros abierta hace 103 años por Estados Unidos. La obra permitió a los gringos quedarse con ella, controlar el paso de buena parte del comercio global y ostentar un símbolo de poder en occidente durante el siglo XX: An American canal, built by Americans and controlled by Americans.

Los días se hacen largos para quienes deben esperanzarse a las ganancias que se sacan de los materiales reciclados del vertedero en Kuna Nega. Román Dibulet

Para que ellos lo construyeran, Panamá se separó de una conflictiva provincia de Colombia y les otorgó el poder absoluto. El primer tratado entre ambos países decía: «Los Estados Unidos garantizan y mantendrán la independencia de la República de Panamá. La República de Panamá concede a los Estados Unidos a perpetuidad el uso, ocupación y control de una zona de tierra y de tierra cubierta por agua (...) las ciudades de Panamá y Colón y las bahías adyacentes». Con eso, la geografía del país se troceó para siempre: Estados Unidos dominó un enclave de 1.432 kilómetros, un mundo radicalmente diferente y vedado para los locales que aquí llamaron La Zona. Pasar de la ciudad panameña a la ciudad gringa que aún es La Zona, podía advertirse como pasar de Haití después del terremoto a California en plena fiebre del oro.

Panamá peleó para recuperarlo durante mucho tiempo, y logró alguna que otra cosa, hasta que en 1977 el presidente Omar Torrijos acordó con Jimmy Carter su devolución. Como consecuencia, en 1979 La Zona dejó de existir, luego devolvieron algunas tierras, puertos y ferrocarriles. Finalmente, el último día de 1999 El Canal de Panamá fue panameño.

El paso de un buque de carga por el canal, en junio 2016. Román Dibulet

Desde entonces, la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) lo maneja con la obsesión de un tecnócrata bien entrenado. Fuera de eso, la cuestión no cambió demasiado. El Estado panameño recibe mucho más dinero por los aportes de funcionamiento —más de dos mil millones de dólares al año contra 250,000 durante los primeros tiempos del dominio gringo—, pero El Canal sigue marcando el paso, la vida y las diferencias: el ritmo de los habitantes —concentra más del 60 % de la población—, de los negocios —70 % de las actividades económicas, con puertos, logística, comercio, comunicaciones, servicios financieros y el boom de construcción—, la lógica política, los privilegios y las diferencias: el Estado continuó siendo un instrumento para los negocios cada vez más suculentos de la élite y el país es uno de los diez más desiguales del mundo.

La gente celebra que El Canal sea de Panamá pero, 20 años después, dos de cada tres personas no ven los beneficios. Una publicación reciente de un instituto de investigación local, el Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, concluyó que «del 2000 al 2018 el Canal contribuyó directamente al Estado con 15.032 millones de dólares», pero «es el órgano ejecutivo el que maneja estos fondos, y la información sobre su uso, en particular sobre su impacto social y económico, es limitada y difícil de obtener». El Canal publica detalles de cada uno de los dólares que le ingresan y a dónde los dirige, con nombre y apellido, y de los sueldos que paga —llegan al doble del promedio nacional—. El gobierno no.

Por la carencia de un trabajo formal, muchos pobladores de Kuna Nega se dedican a trabajar la tierra y de sus cultivos proveer los alimentos para sus familias. Román Dibulet

Un detalle: ahora, cuando un virus extremo en modo caza azota al mundo y ya ha matado a más de 600 personas en Panamá, el gobierno, las científicas y los organismos internacionales nos ordenan, aconsejan y repiten que nos lavemos las manos. Los hospitales del país colapsan. No hay camas disponibles en las unidades de cuidados intensivos de instituciones públicas o privadas del área metropolitana. No hay vacuna. No hay otra, dicen: para luchar contra el contagio, nada mejor que lavarse las manos. Pero justo ahora, en esas mismas ciudades donde está El Canal, no pueden: hay barrios sin agua. Si vives en La Zona sí podrás: siempre hay.

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El lunes 9 de marzo se confirmó oficialmente el primer caso de Covid 19 en Panamá. Nueve días después, la ciudad capital se quedó sin agua.

Durante esos días, el presidente del país hablaba de guerra contra virus y marea, mandó a construir un hospital y tuiteaba #UnidosLoHacemos. La primera dama apareció en videos mostrando cómo el jabón aniquila al bicho. La televisión porfiaba con publicidades para evitar la expansión que llegaría a miles y un cantante popular apodado Japanese compuso un reggae pegadizo en tiempo récord: tocaste un dola, agua y jabón; tocaste un cajero, agua y jabón; tocaste una puerta, agua y jabón. Pero en la mayoría de los barrios de la ciudad de Panamá, ese miércoles 18 de marzo no había agua.

Enfermeras recorren la ciudad hospitalaria el 21 de septiembre, en espera, todavía, de que se habilite el centro de salud para el tratamiento de enfermos de Covid19. EFE/Bienvenido Velasco

«El suministro se restablecerá en forma paulatina», comunicó el Instituto de Acueductos y Alcantarillados Nacionales (Idaan), encargado de repartir el agua de El Canal desde 1961 para que nos lavemos las manos, como ordena el presidente. Es lo que suele decir cuando pasa, y pasa siempre, desde hace mucho y con puntualidad. Pasó en febrero, en medio de los carnavales, y el Idaan dijo que se encontraba «haciendo ingentes esfuerzos por suplir de agua a las comunidades que no reciben el suministro»; pasaría otra vez y publicaría en la red social Twitter: «Les ofrecemos disculpas por los inconvenientes». Pasa siempre: el agua se va y no sabes cuándo vuelve.

Eso nunca le había importado a nadie, hasta que peligró el agua de El Canal.

En 2019 las lluvias descendieron un 27 % por debajo del promedio anual, las temperaturas aumentaron y, con ellas, la evaporación del lago principal de la cuenca, el Gatún. Las alarmas se encendieron de inmediato: tres años antes, en 2016, la alteración de las lluvias había afectado los niveles de los embalses hasta llevarlos a los más bajos desde la inauguración, en 1914. Si sucede de nuevo, el agua para El Canal y para el consumo estaría en riesgo. En diciembre el presidente del país habló de «un reto enorme» y el administrador de El Canal de la situación «crítica». A principios de 2020, la ACP organizó foros y sus especialistas no dormían con tal de descubrir maneras de conseguir reservas: desalinizar la del mar, construir un tubo para atraer la de un río lejano o inundar más pueblos para almacenarla —se destruyeron 40 para su construcción, se destruirán más para su continuidad—. El país habló de eso sin parar durante tres meses, hasta que apareció el primer caso de coronavirus. Fue una seguidilla de eventos empresariales y titulares de alarma con «crisis hídrica» o «estrés hídrico».

Son muchos los años de sacrificios para llegar a tener una casa precariamente más segura y organizada en Kuna Nega. Román Dibulet

La institución encargada de traer agua a nuestras casas, dijo lo de siempre: implementamos una serie de acciones para hacer frente a la crisis de agua.

—El Idaan es un problema en sí. Aparte de la mala gestión, hay cañerías rotas hace tiempo y cuando hay una fuga no saben dónde comienza y dónde termina— dijo Manuel Zárate, un matemático puntilloso, especialista en asuntos ambientales y miembro del Comité Científico de la Fundación Ciudad del Saber, que habla de usos, clima y fuerza hídrica con la naturalidad de un estornudo.

Una tarde de febrero, en un bar del centro de la ciudad, Zárate marcó las causas de la falta: los acueductos están en riesgo de infarto y, por su mal estado, el 48 % del agua que el Idaan distribuye se pierde. Como la mayoría de sus colegas, no entiende bien por qué no puede solucionarse. «Una gestión fallida por décadas nos exige de una transformación de esta institución», dijeron expertos de la Cámara de Comercio Industrias y Agricultura. Panamá puede conseguir que El Canal mueva toneladas y facture millones, pero no logra arreglar unos tubos.

Kuna Nega es atravesada por la carretera que conduce a Cerro Patacón y la misma es muy utilizada en horas pico por los residentes de las afueras de la ciudad en el área de Panamá Norte para llegar a sus trabajos en centro de la ciudad. Román Dibulet

El mapa de la escasez en el país de la abundancia termina de dibujarse por la concentración territorial, la deforestación y la contaminación, la falta de planificación en infraestructura, la especulación inmobiliaria y los cordones de pobreza, con asentamientos espontáneos. En los últimos 60 años, la población urbana se multiplicó siete veces y, en los pasados 80, se perdió el 65 % de la cobertura boscosa. De todas maneras, aquí hay agua para regalar —95 mil litros por día por persona—, el tema es a quién o a quiénes regalarles.

En el Plan Nacional de Seguridad Hídrica 2015-2050: Agua para Todos, una hoja de ruta con diagnósticos y metas diseñada para garantizar el derecho, se lee: «Para el año 2050 se espera que apenas se utilice cerca del 41 % de la disponibilidad total del agua dulce (...). Los recursos de agua dulce son suficientes, pero están distribuidos (en tiempo y espacio) de una forma muy desigual y la escasez de agua alcanzará niveles alarmantes (...) se hace necesario el aumento de la disponibilidad del recurso mediante la construcción de infraestructura».

Durante la «crisis hídrica» o «estrés hídrico» del verano por el riesgo del agua para El Canal, poca gente habló de desigualdad, mucha de escasez y derroche. En el Foro «Crisis climática y agua: el desafío es de todos», organizado por la ACP y la Universidad Tecnológica el jueves 6 de febrero, el presidente de la Junta Directiva de El Canal, Arístides Royo, se la agarró con la gente: «La mojadera del carnaval, el grifo abierto todo el día, no le estamos dando la debida valoración al agua porque todavía es barata».

Los moradores con menos años en Kuna Nega fabrican sus casas con todo tipo de materiales que sacan del vertedero. Tablas plásticos, telas y lata. Román Dibulet

Semanas antes, el domingo 19 de enero, un programa de debate había invitado a políticos y empresarios a analizar «el desafío». Allí, la presidenta de la Asociación Panameña de Ejecutivos de Empresa (Apede), Mercedes Eleta, bramó: «Vamos a dejar de tener el agua que necesitamos para la columna vertebral de este país porque le tenemos que dar a los panameños que consuman y sigan botando. Hay que pagar más agua, ¿el agua es gratis? ¿Tenemos el derecho humano del agua? Perfecto, anda al río y búscala».

En 1972, el poeta panameño Carlos Francisco Changmarín escribió en 'Cuando la Zona sea mía' lo que imaginó que ocurriría y no ocurrió:

Pondré escuelas, casas cuna,
sitio para descansar,
donde el obrero, al pasar
pueda cantarle a la Luna,
toda la selva montuna
del Ancón de fantasía,
florecerá con el día
de nuestra liberación,
de mi sufrida nació
Cuando la Zona sea mía.

*

Las ficciones embadurnan los ríos con aires románticos o fascinantes —limpio, caudaloso y manso— y con orillas donde las sociedades florecen. Aquí los ríos no son ese símbolo promisorio: la mitad de los del país está contaminado. El de Kuna Nega, donde siempre hay gente lavando y niños bañándose, es uno de esos con superficies de gusanos, moscas y bacterias: un peligro.

Por la falta de drenajes y la latente amenaza de inundaciones en las temporadas lluviosas, los pobladores de la calle 50 en Kuna Nega deben levantar sus casas sobre tambos. Román Dibulet

—Así vivimos los pobres, qué se puede hacer.

Maritza —42 años, llegada de la provincia del Darién hace diez— cuenta cómo se las rebusca para conseguir agua sin meterse en el río Mocambo, a dos pasos de su casa. Cómo van a la quebrada, que es un poco mejor pero mató a un niño que bebió de ella hace dos años. Cómo le gustaría que estas líneas finitas fuesen como las del lugar donde creció: sin orillas. Mientras lo cuenta, una niña de once años se lava los dientes en ese charco podrido de al lado. Un morocho fornido va y viene con baldes en las dos manos.

El agua llega cuando le da la gana —dice Maritza.

¿Tienes medidos los momentos en que puede llegar?

No, una no sabe.

La vida en Kuna Nega está marcada por esos momentos: antes, durante y después de que el agua llega. En el mientras tanto, en uno de esos ríos en los que no podrías tirarte de cabeza ni beber, alguien lava. Para que el marido vaya limpito a su trabajo de cocinero, para el hijo termine los estudios, consiga un trabajo y pueda largarse de este lugar en el que es imposible cumplir las recomendaciones para prevenir el coronavirus en días de pandemia: ni mantener un metro de distancia porque viven hacinados, ni quedarse en casa porque si se quedan no comen, ni lavarse las manos porque no tienen agua.