Puntarenas podría parecer un trozo de costa que se hidrata con el agua salada del océano Pacífico costarricense y del que sobresale una punta de ciudad amenazada por la advertencia de que en 100 años el mar podría taparla casi por completo. Pero es mucho más. Es una gran paradoja. Puntarenas es una de las esquinas de la desigualdad en Costa Rica; un lugar doblemente amenazado por el agua. Por su ausencia y la amenaza de su abundancia. Por la desigualdad en su distribución.

Vista aérea de Puntarenas. Pinterest

Al mediodía de un lunes caluroso de diciembre quienes mejor apreciaban el paisaje –verde y florido pero seco - eran cuatro zopilotes que sobrevolaban un barrio del distrito Barranca, a 12 kilómetros del centro del municipio. La brisa que apenas atenuaba los 34 grados de temperatura les ayudaba a planear a una altura suficiente para ver el espacio entre la ciudad y la desembocadura del río Barranca, el origen de la diferencia. El cauce de donde una institución estatal extrae agua que llega –casi siempre- a los hogares de Puntarenas, como otros ríos alimentan a zonas del país donde los acueductos surten en cantidades disímiles.

A ras de suelo, en este caserío llamado La Libertad, en el centrito de Barranca, se percibe un olor a cosas asoleadas, una mezcla de tierra seca, restos de mariscos y fritanga que escapa de montones de casas que se apretujan. Se abre paso una leve hediondez tibia de cúmulos de basura -el camión aún no ha llegado. Y a las mierdas de perro calentadas por los rayos del sol las riega el polvo que se levanta de las calles internas sin asfaltar o el humo de la mufla de un autobús que pasa por la principal. Aunque aún queda algo de verdor en el follaje de los árboles y en la mala hierba a la orilla de la calle, todos saben que empieza la época más seca del año.

El caserío La Libertad, asentado sobre una antigua finca de gente adinerada en el distrito Barranca, es un lugar poco tentador para vivir. Por más cerca que esté de esas playas del Pacífico que ayudan a forjar la imagen paradisíaca de Costa Rica en los escaparates turísticos del mundo, aquí no funciona el concepto de «país feliz». Aquí las ayudas estatales no logran sacar a muchos de la pobreza. Ninguna casa tiene jardín ni jardinera. Acá se pasan calor y sed.

La región del llamado Bosque Seco, área territorial tica que se contrapone a la foresta pluvial. Flickr.com/Angus Chan

En el portoncillo de una casita prefabricada puede leerse: «Se vende hielo». El rótulo, está escrito a mano sobre cartón y ofrece un producto de lujo en este barrio. El negocio es modesto hasta lo absurdo. Se reduce a cuatro recipientes caseros rotos en el congelador de una refrigeradora que el dueño de la casa compró a crédito por un precio equivalente a cinco mensualidades de su pensión. Jorge William Sancho se mece en una silla mientras habla con su esposa, Rosa Tenorio, sobre cómo pagar todos los gastos del mes. Ella se hace acompañar por la Biblia y él por una caja de píldoras para sus males cardíacos. Al lado de sus mecedoras, dos botellas plásticas llenas de agua helada apreciadas como si fueran carísimos elíxires ayudan a pasar una tarde de verano.

—Pase y se sienta, claro —me dice la mujer con total apertura. —Gracias. Resulta que Barranca es uno de los diez distritos donde menos agua se consume por hogar…

—¡No sabía! ¿En serio? ¡Y con el calorón que hace aquí!

—Sí, en realidad casi nadie sabe y vine a tratar de entenderlo.

Los datos muestran que en Barranca -igual que sucede en otros distritos de Puntarenas, como El Roble y Chacarita- el hogar promedio consume mucha menos agua que el resto del país a pesar de que sólo dan ganas de darse un baño frío en una tina y pasarse el día en una piscina o en un jardín verde y fresco que aquí nadie tiene. A pesar de que además cuando cortan el servicio, algo que sucede a menudo, comprar un litro en la tienda de la esquina cuesta casi el equivalente a un dólar y medio, mucho dinero para muchas de estas familias.

El río Barraca, en una foto publicada por la Universidad de Costa Rica

La base de datos de Acueductos y Alcantarillados, entidad estatal encargada de suministrar agua a la mitad del país, muestra que a Barranca y nueve distritos similares en austeridad, en definitiva los diez distritos más secos del país, los golpea una injusticia: La enorme diferencia de consumo de agua. En los distritos donde más agua se gasta, el hogar promedio consume 121 veces más líquido que en los distritos donde menos se consume, como Barranca. El problema crece si se considera que no hay manera de saber cuánta agua hay disponible según qué zonas geográficas y se complica más al considerar el destino final que tienen los millones de litros que fluyen por las tuberías públicas del país, una nación reconocida por la cobertura estable del suministro de agua potable (97%) y porque lo normal es beberla con total tranquilidad directamente del grifo a un precio muy asumible, cercano a 0,001 dólares por litro, una cantidad de dinero que golpea con mayor o menor intensidad en función de la renta del consumidor. Comprarla embotellada en el supermercado cuesta mil veces más.

Barranca y los restantes nueve distritos de menor consumo promedio de agua por hogar figuran entre los de desarrollo humano más bajo de Costa Rica según las mediciones del Ministerio de Planificación sobre un total de 483 unidades administrativas del país. Y para visualizar la diferencia de 121 litros consumidos en los distritos de más gasto por cada litro utilizado en los distritos de menor consumo, es importantes ubicar lugares.

Los 10 distritos de mayor consumo de agua en Costa Rica coinciden en gran medida con los más desarrollados como Pozos o San Rafael de Escazú y con los motivos por lo que eso sucede. En ellos se detecta una característica: disfrutan de la renta más alta del país y se desarrollan ciertas actividades económicas intensivas en el uso de agua, como la hotelería y la agroindustria. Que están, por supuesto, en manos de grandes empresas vinculadas, además, con el poder político.

Una mujer practica yoga en una tabla en una laguna desde donde se aprecia el volcán Arenal, en la zona de la Fortuna de San Carlos, el 28 de agosto de 2020. EFE/Jeffrey Arguedas

Los datos muestran desigualdad en el aprovechamiento de un recurso primario y algo aún peor. Que la brecha no ha sido siempre la misma. Que la situación se agrava. Ahora es mayor que hace una década. En 2009, la relación desproporcionada de consumo de agua entre los más ricos y los más pobres era menor. De 111 contra uno. En 10 años, la desigualdad en el consumo de agua ha empeorado de manera proporcional. Un 10 por ciento.

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A diferencia de lo que sucede en el resto de América Latina, donde la desigualdad económica disminuye, en Costa Rica -un país que se ufana aún de ser una sociedad mayormente igualitaria- está aumentando. Como lo hace la pobreza, que sólo entre 2017 y 2018 se incremento en un 1 por ciento. El acceso al agua en tanto servicio público de primera necesidad refleja la tensión ante la que se encuentra el modelo económico del país. Tironeado por un pulso continuo entre la gestión del agua como derecho humano o como bien de uso comercial y disfrute para quienes pueden pagarla. La tendencia que se impone es la del incremento de la desigualdad; esta es otra de las grandes paradojas, pese a que en Costa Rica no hay empresas privadas a cargo de la explotación, distribución o suministro. Todo recae en el instituto de Acueductos y Alcantarillados (AyA), en un consorcio formado por gobiernos locales, en municipalidades o en asociaciones comunales en muchos de los territorios rurales.

Teatro Nacional de San José. Flickr.com/Seyemon

¿Por qué?

Las ganancias, la inversión, el interés, están en el aprovechamiento del agua en momentos en que la disponibilidad del recurso hídrico está disminuyendo por la merma en las fuentes y la presión urbanística, reconoce Yamileth Astorga, presidenta de AyA. Nadie oculta nada. Las consecuencias son de prever. Crecen, por tanto, los conflictos en comunidades que ven cómo, en momentos de crisis, los recursos no recaen en quien más lo necesita.

El poder acaba siendo determinante para la provisión del servicio con calidad y suficiencia, explica el investigador Felipe Alpízar, de la Universidad de Costa Rica (UCR). En la pelea por el poder, toman ventaja los intereses privados y el aseguramiento de agua de las industrias que la utilizan de manera intensiva (agricultura y hostelería). Aunque el aparato estatal procura aún atender las necesidades de los consumidores más débiles, ese esfuerzo no es suficiente.

«Aquí tenemos muchas necesidades, pero tenemos agua. Es de las pocas cosas que no nos preocupa», dice Rosa sin soltar la Biblia en su casa de Barranca. Pero lo manifiesta poco antes de contradecirse y mostrar que en realidad sí les preocupa. Y mucho. Lavan la ropa de la pareja una vez por mes, evitan bañarse con la ducha abierta y prefieren hacerlo con un pequeño bote de plástico y el agua almacenada en una hielera vieja. Lavan los platos sobre un colador plástico para captar el agua sucia y aprovecharla en las plantas de mirto y caña india que dan algo de sombra frente a la casa. Jamás descargan el sanitario sólo por orines. «Cada colón que ahorremos vale mucho», justifica la mujer.

La abundancia de agua en varias regiones del país permite una de las bio-diversidades más famosas en el mundo. Flickr.com/Jean-François Renaud

Jorge William y su esposa Rosa pagan 4.000 colones mensuales (7 dólares) por el agua que les llega a las cañerías y reconocen que se les hace pesado. Viven solo con la pensión del hombre, que ronda los 280 dólares, pero el dinero se escapa entre la deuda del refrigerador donde hace el hielo que no vende, otro crédito que pidieron para arreglar el piso de la casa, medicamentos que no le cubre el seguro social y los alimentos más básicos. «Por eso le digo, el agua no es cara, pero cada colón lo necesitamos. No queremos gastar nada; el agua es de las pocas cosas que tenemos garantizadas, pero tiene un costo», explica el hombre después de acusar al Gobierno y al sistema político de priorizar a los ricos.

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Alberto es un empresario de 46 años con intereses en distintos negocios de franquicias. Evita dar su apellido porque es muy particular y todos en el país sabrían quién es y cuán millonario es. Su recibo de agua asciende a 90.000 colones (unos 160 dólares) mensuales y lo justifica con la necesidad de necesidad de mantener vivo el jardín de su casa, que parece el de un hotel.

Vive en el municipio Santa Ana. En Pozos, un distrito exclusivo conocido en el mundo comercial e inmobiliario como Lindora. Es vecino del presidente de la República, Carlos Alvarado. Por si el mantenimiento de su jardín no gastara el agua suficiente, vive en un residencial privado, con una piscina semiolímpica de mantenimiento común. «No, no gasto agua en esa piscina, aunque sí la uso todos los días, pero esa agua la consume el condominio, no yo», explica Alberto como sintiéndose culpable por la cantidad de agua que gasta, inmensa y paradójicamente irrelevante para su presupuesto. Su gasto mensual en agua no llega ni al 0,4% de sus ingresos netos.

La fachada de uno de los hoteles más conocidos, en San José. Flickr.com/Coral Blanche Hummer

Aquí viven cuatro personas y dos perros, hay tres vehículos que se lavan todos los viernes y un jardín de casi 200 metros cuadrados con plantas tropicales que requieren agua todo el año, llueva o no. Lavan ropa todos los días con una máquina que carga y descarga tres veces por cada colada. Una pared de simulación de piedra asemeja ser un manantial en la terraza; el sonido de los chorritos redondea la sensación de frescura. Muestran también en la alcoba principal un jacuzzi que suelen llenar tres o cuatro veces por semana. «Uno ahorra agua cuando puede, sin cambiar la vida tampoco, que no es para tanto. Todos tenemos necesidades diferentes y bueno, al final se paga el recibo y ya está», relativiza Alberto mientras conduce por la calle principal de Lindora. Es domingo y se dirige, entre comercios con nombres y rótulos en inglés, edificios con lindas zonas verdes y la sensación de que todo está resuelto, a comprar todo lo necesario para una barbacoa en el jardín.

Pozos es uno de los 10 distritos que más agua consume y también es de los 10 más desarrollados del país. Se acompaña de otros dos distritos del cantón Santa Ana donde también se traga esa desproporción de agua y queda cerca de San Rafael de Escazú, el distrito donde mejor se vive según la última medición del Ministerio de Planificación. En ese grupo de 10 grandes consumidores figuran también otros dos territorios prósperos del centro del país y tres distritos de la periferia donde el índice de desarrollo humano es mediocre, pero cuyo consumo es fácil de comprender.

Se llaman Cabo Velas, Tamarindo y Jacó, con fuerte presencia del turismo, un sector del que depende el 8,3% del PIB costarricense. El funcionamiento diario de los hoteles, sus atracciones acuáticas, el cuidado de los jardines y el mantenimiento de los campos de golf provocan un fuerte consumo de agua. También allí viven pobladores como la pareja de Barranca o con incluso mayores problemas de disponibilidad de agua. En el top 10 de consumo también hay un distrito – y no dejamos de listar paradojas- llamado Bebedero, de bajo desarrollo, pero conocido por la presencia de grandes cultivos de arroz y caña de azúcar. Este producto, un bebedero en Bebedero, es el que desarrolla una hacienda llamada Ingenio Taboga, propiedad de la adinerada familia del expresidente y Nobel de la Paz Óscar Arias Sánchez, una de las grandes empresas de esa agroindustria a la que grupos de activistas culpan de tragarse el agua que le falta a los pobladores en las provincias que sufren las sequías periódicas.

Una de las tantas zona turística del país, donde el atractivo mayor es la abundancia de agua. Flickr.com/fruitcakebrigade

Sentada en la mecedora junto a la botella de agua que cuida con aprecio, Rosa Tenorio, dice que este año teme a la época seca que suele comenzar en diciembre y extenderse hasta abril. Pertenece a la región Pacífico Central y esta zona también suele secarse más de la cuenta en lo que aquí llaman «verano». Por eso, aferrada a su Biblia, asegura que Dios le garantiza pocas cosas: una casita decente, un marido fiel y el agua que ella consume con tanta austeridad como si fuera perfume, ejemplifica. «No quiero que por gastar mucho no podamos pagarla y nos la corten; y tampoco quiero que en este pueblo nos quedemos a secar solo porque gastamos a lo loco. Si otros quieren despilfarrarla, después darán cuentas a Dios, pero yo hago lo que me toca».

Aún con hogares como el de Rosa, el consumo promedio en Costa Rica es alto. La media de un costarricense ronda los 200 litros diarios y el gasto anual per cápita supera en un 30% el del resto de Centroamérica, según el Ministerio de Ambiente.

Las autoridades han registrado algunas nuevas prácticas de ahorro en los estratos de la población con más educación, pero es aún insuficiente. Persiste el desconocimiento sobre la disponibilidad de agua, menos aún por zonas geográficas, y nada hace prever que en el futuro cercano Costa Rica revierta las prácticas contaminantes de fuentes hídricas. Solo el 15% de las aguas residuales del país reciben un adecuado tratamiento sanitario, lo que a mediano plazo puede tener efectos sobre las fuentes desde las que se sirve a la población.

Emblema de la denuncia en contra de la desigualdad presente en el país, las protestas contra los acuruerdos económicos con el FMI del mes de octubre representan la lucha de la mayoría en contra de los privilegios de unos pocos. EFE/Jeffrey Arguedas

—Adivine usted quiénes vamos a ser los primeros a los que nos van a quitar el agua cuando falte —dice Jorge William con algo de sarcasmo y de sentido de víctima.

—¿Por qué? ¿Han dicho algo nuevo en las noticias? —le pregunta con angustia su esposa.

—Algo nuevo no, pero todos sabemos que cada vez hay menos agua y muchos gastan como si fuera infinita. Bueno, quizás para ellos sí sea infinita.

—Esperemos en Dios que nos siga enviando el agua, por poquita que necesitemos.

—Ya, mujer, Dios no se mete en estas cosas. Y si se metiera, ayudaría a otros.

El sol seguía pegando fuerte. En el caserío Libertad todo parecía moverse lento. Un vecino salía descamisado con dos cubetas de agua jabonosa, captada del desagüe de la lavadora de ropa, para lavar una motocicleta. Por una esquina dos niñas se divertían en una pequeña piscina inflable; su padre vigilaba de cerca y las reprendía si tiraban fuera el agua. Aquí merodea la certeza de que en el futuro cercano el agua escaseará y por eso cuidan cada gota, como si en otros lugares del país también.